Capítulo 2: Venecia
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Capítulo 2: Venecia
Me encontraba en un pasillo oscuro y angosto. Apenas podía
caminar, debido a la visibilidad casi nula, aunque me parecía que en una
dirección se observaba una luz estática y muy débil. Decidí seguirla. Al cabo
de un rato descubrí que el camino era recto y no había peligro. Aceleré el paso
cada vez más. Cuando me di cuenta, estaba corriendo hacia la tenue luminosidad.
Por mucho que corría, parecía que ella seguía en la distancia. Era incapaz de
acercarme.
Me detuve.
En ese momento caí. El suelo desapareció bajo mis pies. Mi
cuerpo comenzó una marcha sin retorno a ninguna parte. La luz que había
vislumbrando antes, seguía lejos, estática,
inalcanzable. Mi caída parecía no tener fin.
Durante un segundo, me pareció ver una mariposa negra
volando delicadamente, con un aleteo azaroso justo delante de mi rostro.
En un suspiro, desapareció. Mi caída se aceleró. Aunque la
oscuridad era casi total, pude ver como en el fondo del infinito abismo dos
ojos me miraba fijamente, petrificados, en una expresión de miedo.
Gritos.
Un ruido ensordecedor.
¡Ring! ¡Ring!
Desperté de golpe, de un sobresalto. A pesar de que en las
primeras fracciones de segundo estaba abrumado, me calmé al instante. Ya me
había resignado a esos sueños.
¡Ring! ¡Ring!
El teléfono seguía sonando sobre la mesa. El ruido
estridente del aparato me devolvió al mundo real, sacándome de los pensamientos
turbios que nublaban mi mente. Diablos, el teléfono sonaba… después de tanto
tiempo.
Alargué la mano rápidamente y tras asir el interfono, me lo
llevé a la oreja. La idea de tener un contrato, por miserable, que fuera,
apartó de golpe el resto de pensamientos que circulaban por mi cabeza.
-Disculpe, ehm… ¿Detective Thompson? - inquirió alguien al
otro lado del teléfono.
-Sí, el mismo. ¿Qué desea? – procuré que mi voz no sonase
muy desesperada.
-Verá… tengo un trabajo para usted que creo que podría
interesarle – su voz sonaba teatralmente misteriosa.
-Le escucho.
-Bueno, preferiría contarle los detalles en persona. Le
esperaré en el café Venecia, en la Sexta con la Veintitrés. A las una de la
tarde – su voz sonaba decidida y algo arrogante, como la de alguien que no está
acostumbrado a que le lleven la contraria-.
-Allí nos veremos.
Dicho esto mi interlocutor colgó la llamada, fascinándome
así con sus buenos modales y dejándome de nueva en compañía del silencio.
Comprobé la hora en un reloj de pared que colgaba torcido
cerca de la entrada del despacho. Las 11. Aún quedaban unas 2 horas. Para hacer
algo de tiempo decidí que lo mejor sería asearme un poco. Cuando me llevé la
mano a la cara y note una lija mi rostro, llegué a la conclusión de que sin
duda necesitaba arreglarme.
Gracias al cielo a mi pobre casera, el despacho tenía un
pequeño aseo, el cual había adaptado a mis necesidades. Una pequeña ducha, un
lavaba y un retrete componía una solitaria y austera estampa. No había mucho
más, aparte de un cepillo de dientes, una pastilla de jabón, una navaja de
afeitar poco afilada y un par de toallas.
Fui desvistiéndome a la par que preparando las cosas para
después de la ducha y el afeitado. Con una lentitud pasmosa alargué todas mis
acciones el mayor tiempo posible, a fin de mantenerme ocupado y lejos de la
botella hasta, al menos, después de la reunión.
A pesar del encargo que tenía, no podía quitarme de la
cabeza el tema de la mariposa. Mi falta de atención, debido a lo centrado que
estaba en mis pensamientos casi consiguió que me rebanase el cuello
accidentalmente mientras me afeitaba.
Debidamente arreglado y con una muda pseudo limpia de ropa
miré la hora con desdén. Las 12. Aún faltaba 1 hora para mi cita.
La espera se me hacía interminable, así que opté por ir al
lugar de encuentro y esperar allí a mi cliente. A pesar de que conocía la
calle, no me sonaba aquel sitio. Abrí la puerta del despacho y salí al rellano,
no sin antes alargar la mano hacia el perchero para coger mi sombrero. Cerré la
puerta tras de mí. Justo cuando me giré hacia las escaleras me encontré de
frente con un espectro negro casi como la mismísima Parca.
Pero no era ningún fantasma. Era Eddie Anderson, un
saxofonista negro que se ganaba la vida tocando en locales de jazz, muchos de
ellos ilegales. Eddie era un tipo alto y algo flacucho. Verdaderamente, el
conjunto que formaban sus oscuras ropas y el color de su piel sumado a lo
exhausto de sus movimientos le daban un aspecto realmente mortecino.
Me miró con desánimo e hizo un amago de saludo. Tras eso,
continuó su camino hacia su estudio, un par de plantas más arriba. Debía de
haber sido una noche muy larga para él para llegar a esas horas. Decidí no
darle más vueltas al asunto y continué bajando las escaleras. Salí del
edificio.
Tras un paseo, en el que vagabundeé deliberadamente por callejuelas olvidadas, llegué hasta la calle
de mi lugar de destino. A unos veinte metros podía vislumbrarse un local con la
entrada de madera y lleno de cristaleras, con un cartel en el que se leía
fácilmente “Café Venecia”.
Mientras caminaba por la acera, sentí una sensación extraña.
Mi instinto, esa arma infalible que desconfiaba de todo, me decía que algo
pasaba allí. Lo notaba. Alguien me observaba desde algún lugar.
Inconscientemente, aligeré levemente el paso y empujando la
puerta entré en la cafetería. El sonido tintineante de una campanita anunció mi
llegada.
El local en el que me encontraba era interesante. Destacaba
por su limpieza y su cuidada decoración, con suelos de parqué y lamparitas de
dosel amarillo colgando del techo. Mis ojos, acostumbrados a la inmundicia de
O’Mulligan, recorrieron la estancia agradados. Había gente de clase pudiente
bebiendo café y en algunos casos comiendo algo, pero sus débiles conversaciones
les hacían pasar inadvertidos.
Me acerqué a la barra y pedí un café. El camarero, un tipo
cuarentón algo calvo y con bigote, me sirvió el humeante elixir negro al
momento. Cogí mi taza y me senté en una
mesa apartada del gentío en una esquina. Una de las muchas cristaleras que
tenía el local, me permitía tener contralada a la gente que discurría por la
calzada. La sensación de que alguien me vigilaba estaba en aumento. Me fijé en
que tres tipos se acercaban al local.
¡Clin! ¡Clin!
La puerta se abrió con decisión y rigidez, haciendo sonar la
campana de nuevo. Un hombre joven, moreno y alto que iba vestido con un traje
barato sostenía la puerta de madera. Su mirada, algo amenazante recorrió cada
centímetro del local. Algo dentro de mí me dijo que no mirase a los ojos a
aquel tío. Baje la vista y me sumergí en la contemplación de mi café.
Tras otear la habitación, el gorila sujetó la puerta y se
echó hacia un lado. Al instante, otro hombre entró en el café. Zapatos
italianos de gran elegancia, un traje gris marengo que debía valer más que
todas mis posesiones juntas y un sombrero de ala estrecha, me dieron a entender
que aquel tipo era importante. Empezaba a darme mala espina todo aquello.
Un último sujeto, con el mismo aspecto de mandado que el
primero, si bien algo más corpulento, y vestido de manera similar cerró la
comitiva. No estaba del todo seguro, pero me pareció intuir la silueta de un
arma, en su costado izquierdo.
Definitivamente, aquello no me gustaba lo más mínimo.
Rogué al cielo mentalmente que mis sospechas no fueran
ciertas, y agaché levemente la cabeza. Los dos tipos con aspecto matones
trajeados fueron directo a sentarse a la barra. Disimulaban charlando entre
ellos, pero a mí no me engañaban. Estaba clarísimo que estaban controlando el
lugar.
Tras unos segundos levanté el rostro. Allí estaban. Dos
fríos ojos grisáceos miraban directamente a los míos. Eran los de aquel tipo
tan arreglado. Se había quitado el sombrero, dejando al descubierto un cuidado
pelo corto encerado y una tez de tono levemente moreno oliváceo, enmarcados en
una cara de facciones con grandes reminiscencias mediterráneas.
El hombre emprendió la marcha hacia mi mesa, mientras
esbozaba una sonrisa calculada, más intimidante que cordial. Tsi… ¿quedaba ya
alguna duda?
- ¿Señor Thompson? –
inquirió mientras tomaba asiente frente a mí.
- El mismo – fue lo primero que se me ocurrió decir. Su
malintencionada sonrisa no consiguió modificar mi semblante serio.
- ¡Fantástico! Muy puntual. Mi nombre es Giacomo Varelli y
como le dije por teléfono, tengo un encargo para usted.
Su tono era afable, pero implacable. Daba igual que
proposición me hiciese. Lo mejor sería aceptarla y escurrir el bulto de la
mejor manera posible. Al fin y al cabo, ese tío era listo; si me hubiera dicho
su nombre durante nuestra conversación no sólo le habría colgado sino que
además me habría quitado de en medio durante unas semanas.
Giacomo Varelli, era primo de Enrico Varrelli, actual jefe
de una de las cinco familias que formaban La Comisión. Extorsión, tráfico de
armas y alcohol, prostitución, asesinato… los Varelli era famosos por llevar a
cabo estas y una larga lista de actividades. Lo mejor de todo, es que desde
hacía algún tiempo actuaban con total impunidad, tras haber metido a algunos
hombres en la pasma y haber comprado a buena parte del cuerpo. Los dominios de
esta familia se extendían por todo Nueva York, con sede en la Pequeña Italia, y
en menor medida por otras ciudades de la Costa Oeste.
Tenían el absoluto beneplácito del actual “Capo di Touti di
Capi”, Leonardo Vernazza, y su negocio se estaba expandiendo rápidamente. A
diferencia de otras familias, como los Di Pietro, los Varelli no recurrían a la
mera violencia, sino que habían desarrollado métodos más sutiles y eficaces de
forma que habían ocupado otros sectores económicos sin problemas.
De hecho, no hacía falta moverse mucho por los bajos fondos
para con restaurantes, falsas inmobiliarias, casinos o locales de apuestas que
eran propiedad de los italianos. Es por ello, claro está, que el nombre de
Giacomo Varelli no pasó desapercibido para mis oídos. Al fin y al cabo, el hampón
que tenía delante era la mano derecha de su primo Enrico.
Sencillamente, me la habían jugado. Ahora tenía que seguir
adelante con este atolladero y manejar bien mis cartas ya que el asunto podía
ser peligroso.
Soy todo oídos, señor Varelli, cuénteme…
-Bueno, no me andaré con muchos rodeos, ya que hoy tengo la
agenda un poco apretada. – Esó me sonó a cortar pulgares y confeccionar zapatos
de cemento a orillas del río bajo la luz de la luna… - . Necesito que encuentre
a esta persona, es muy importante para mí.
Perfecto, aquello significa que o la encontraba o estaba
muerto. Varelli se llevó la mano al interior de la chaqueta y por un instante
pensé que me encañonaría con un arma para dejarme bien clara la importancia del
encargo.
Pero no. Sacó de uno de sus bolsillos interiores una foto y
la dejó caer sobre la mesa. Durante un segundo creí que el palpitar de mi
corazón se oiría en media manzana, pero supe controlarme. Era ella. La persona
retratada en la fotografía era la mujer que vi en O’Mulligan. ¿Era todo una
extraña broma? Imposible, aquel tipo iba en serio. Por muy diligente que estuviera
siendo, podía percibir el aura inmisericorde que destilaban sus ojos.
-Tome, quédesela – Giacomo me extendió la foto y como si de
un alijo de alcohol se tratase, la guardé instante, tras echarle un último vistazo.
No había duda; era ella. Mientras colocaba la imagen en el interior de mi
gabardina, el italoamericano prosiguió:
-Su nombre – continuó el mafioso – es Alice Dupont. Siento
no poder decirle mucho más.
Mentía. Mi instinto me lo decía. Además, ¿para qué iba a
buscar un tipo como aquel a esa chica? No debía ser una furcia cualquiera como
las rameras a las que el italiano estaría acostumbrado. Aquí debía haber algo
más. Desgraciadamente, en un impulso, me pudo la curiosidad:
- Y… dígame, señor Varelli, ¿cómo es que no ha podido
encontrarla? Quiero decir, he visto que tiene usted amigos –dije señalando con
la cabeza a sus dos matones.
-Cierto, pero si le digo la verdad, últimamente no tiempo
para nada. Ni yo, ni mis…amigos.
Su tono fue tajante; no había más que hablar. Nuestra
conversación parecía una obra de teatro, o mejor dicho, una competición para
ver quién era el mejor actor. Nuestros papeles consistían en hacernos los locos
y obviar deliberadamente lo que nuestro
interlocutor era o sabía.
Sin embargo, esta actitud me parecía impropia de un
cabecilla de la mafia. ¿Por qué no había sido más claro? ¿Por qué sus hombres,
al menos uno de ellos, no se habían sentado con él. Empezaba a pensar que
quizás el tal Giacomo estaba metido en algo de lo que ni siquiera sus chicos
debían enterarse.
No estaba seguro de esto, pero quizás podría ser una baza a
tener en cuenta en un futuro cercano. Aún así debía ir con extremo cuidado. Un
paso en falso y mis desechos decorarían el vertedero.
Vareli parecía algo ansioso. Seguramente tenía prisa por
irse. No obstante, debía sacarle más información. Encontrar a alguien en la
ciudad del vicio era complicado y más si esta persona se estaba escondiendo de
la mafia. Además, como si fuera sentimiento que estaba creciendo dentro de mí,
empezaba a creer que todo aquello no era una simple casualidad. Alice Dupont.
La Mariposa Negra. Maldita sea, ¿quería un caso? Pues lo acababa de conseguir.
-Señor Varelli, ¿podría darme alguna información de utilidad
que me pudiese ayudar a encontrar a la señorita Dupont? Ya sabe, sitios que
frecuentaba, amigos, familiares… - pregunté, esperando alguna pista que me
permitiese resolver ese rompecabezas.
-Bueno, como podrá suponer por su nombre, es de origen
francés. No le puedo decir mucho más acerca más acerca de ella.
Un repentino pensamiento cruzó mi mente. Le interrumpí sin
saber muy bien por qué:
-¿Y le suena de algo la Mariposa Negra?
Fue una pregunta estúpida. El no sabría a cuento de que
venía y probablemente sería mejor que así fuera, ya que en caso contrario yo
mismo pasaría de cazador a presa en un tiempo récord.
-Ehm… - Giacomo me miró algo desconcertado; no esperaba mi
pregunta – siento decirle que no conozco nada de eso, señor Thompson.
El hombre de ojos grises, rostro afilado y aspecto elegante
giró la cabeza un instante para fijarse en el reloj que colgaba de la pared.
- Oh, vaya, ruego que me disculpe, pero he de irme. Tengo
asuntos pendientes que atender.
Se levantó de la mesa de una manera un tanto acelerada y me
miró fijamente. Su semblante se había vuelto de nuevo duro y frío, aunque su
tono seguía en esa dinámica afable.
-Espero resultados, señor Thompson. No me decepcione.
Su dardo envenenado generó en mí un alzar de cejas. Contesté
tranquilamente:
-¿Cómo contactaré con usted para reportarle mis progresos en
la investigación?
Mi pregunta debió parecerle graciosa, porque una leve
sonrisa maliciosa se perfiló suavemente en su cetrino semblante.
-No se preocupe por eso señor Thompson. Serenos nosotros
quienes nos pongamos en contacto con usted.
Dicho esto, Varelli dio media vuelta, seguro de que me había
impresionado. Hizo un gesto con la mano y los dos tipejos que había apoyados en
la barra se retiraron. Siguiendo el mismo ritual de antes, uno de aquellos
gorilas se acercó a la entrada, abrió la puerta y la sujetó hasta que Giacomo
Varelli y el otro matón cruzaron el umbral.
No me había dado cuenta hasta ahora, pero sentí, y creo que
el resto de clientes padecieron algo similar, una extraña calma. Era obvio;
tener a mafiosos en el local no era del agrado de nadie.
Saqué la foto y estuve observándola un tiempo indefinido. A
pesar de estar en blanco y negro, se percibía perfectamente que su piel y ojos
eran claros. Me pareció que en aquella foto aparecía mucho más feliz que cuando
la vi en el local del irlandés. Sonreía débilmente dejando a relucir una
dentadura perfecta y miraba a la cámara con cierto garbo. Aún recordaba la
intensidad de sus ojos verdes… Alice Dupont…
Guardé la foto de nuevo me llevé las manos a la cabeza
agachaba ésta. Primero una desconocida me dejaba un mensaje, ahora la mafia me
encargaba buscarla. Varelli no me había hablado de honorarios, pero sabía de
sobra que la mafia, especialmente la familia de Giacomo, pagaba bien. Claro…
que era un todo o nada. Y qué diablos, mi estómago rugía, mi petaca estaba
vacía y mis facturas no se pagaban solas. En aquellos tiempos, uno debía
tragarse sus principios. Solo esperaba que todo aquello no acabase
excesivamente mal.
Decidí que debía ponerme manos a la obra cuanto antes. Debía
volver a mi despacho, revisar algunos papeles y planear cual sería mi próximo
movimiento. En cualquier caso, mi primer objetivo sería abrir el segundo cajón
de mi escritorio y acariciar mi revólver.
Probablemente, se convertiría en mi más fiel amigo durante los próximos
días.
Me levanté y salí del local a paso ligero. Sumergirme entre
la multitud, de camino a casa me aportaba cierta seguridad. Sin embargo, tras
la conversación con el hampón, me sentía vigilado. Un único pensamiento rondaba
mi cabeza realmente: la había cagado.
Maldita Mariposa Negra.
Necesitaba un trago en O’Mulligan.
caminar, debido a la visibilidad casi nula, aunque me parecía que en una
dirección se observaba una luz estática y muy débil. Decidí seguirla. Al cabo
de un rato descubrí que el camino era recto y no había peligro. Aceleré el paso
cada vez más. Cuando me di cuenta, estaba corriendo hacia la tenue luminosidad.
Por mucho que corría, parecía que ella seguía en la distancia. Era incapaz de
acercarme.
Me detuve.
En ese momento caí. El suelo desapareció bajo mis pies. Mi
cuerpo comenzó una marcha sin retorno a ninguna parte. La luz que había
vislumbrando antes, seguía lejos, estática,
inalcanzable. Mi caída parecía no tener fin.
Durante un segundo, me pareció ver una mariposa negra
volando delicadamente, con un aleteo azaroso justo delante de mi rostro.
En un suspiro, desapareció. Mi caída se aceleró. Aunque la
oscuridad era casi total, pude ver como en el fondo del infinito abismo dos
ojos me miraba fijamente, petrificados, en una expresión de miedo.
Gritos.
Un ruido ensordecedor.
¡Ring! ¡Ring!
Desperté de golpe, de un sobresalto. A pesar de que en las
primeras fracciones de segundo estaba abrumado, me calmé al instante. Ya me
había resignado a esos sueños.
¡Ring! ¡Ring!
El teléfono seguía sonando sobre la mesa. El ruido
estridente del aparato me devolvió al mundo real, sacándome de los pensamientos
turbios que nublaban mi mente. Diablos, el teléfono sonaba… después de tanto
tiempo.
Alargué la mano rápidamente y tras asir el interfono, me lo
llevé a la oreja. La idea de tener un contrato, por miserable, que fuera,
apartó de golpe el resto de pensamientos que circulaban por mi cabeza.
-Disculpe, ehm… ¿Detective Thompson? - inquirió alguien al
otro lado del teléfono.
-Sí, el mismo. ¿Qué desea? – procuré que mi voz no sonase
muy desesperada.
-Verá… tengo un trabajo para usted que creo que podría
interesarle – su voz sonaba teatralmente misteriosa.
-Le escucho.
-Bueno, preferiría contarle los detalles en persona. Le
esperaré en el café Venecia, en la Sexta con la Veintitrés. A las una de la
tarde – su voz sonaba decidida y algo arrogante, como la de alguien que no está
acostumbrado a que le lleven la contraria-.
-Allí nos veremos.
Dicho esto mi interlocutor colgó la llamada, fascinándome
así con sus buenos modales y dejándome de nueva en compañía del silencio.
Comprobé la hora en un reloj de pared que colgaba torcido
cerca de la entrada del despacho. Las 11. Aún quedaban unas 2 horas. Para hacer
algo de tiempo decidí que lo mejor sería asearme un poco. Cuando me llevé la
mano a la cara y note una lija mi rostro, llegué a la conclusión de que sin
duda necesitaba arreglarme.
Gracias al cielo a mi pobre casera, el despacho tenía un
pequeño aseo, el cual había adaptado a mis necesidades. Una pequeña ducha, un
lavaba y un retrete componía una solitaria y austera estampa. No había mucho
más, aparte de un cepillo de dientes, una pastilla de jabón, una navaja de
afeitar poco afilada y un par de toallas.
Fui desvistiéndome a la par que preparando las cosas para
después de la ducha y el afeitado. Con una lentitud pasmosa alargué todas mis
acciones el mayor tiempo posible, a fin de mantenerme ocupado y lejos de la
botella hasta, al menos, después de la reunión.
A pesar del encargo que tenía, no podía quitarme de la
cabeza el tema de la mariposa. Mi falta de atención, debido a lo centrado que
estaba en mis pensamientos casi consiguió que me rebanase el cuello
accidentalmente mientras me afeitaba.
Debidamente arreglado y con una muda pseudo limpia de ropa
miré la hora con desdén. Las 12. Aún faltaba 1 hora para mi cita.
La espera se me hacía interminable, así que opté por ir al
lugar de encuentro y esperar allí a mi cliente. A pesar de que conocía la
calle, no me sonaba aquel sitio. Abrí la puerta del despacho y salí al rellano,
no sin antes alargar la mano hacia el perchero para coger mi sombrero. Cerré la
puerta tras de mí. Justo cuando me giré hacia las escaleras me encontré de
frente con un espectro negro casi como la mismísima Parca.
Pero no era ningún fantasma. Era Eddie Anderson, un
saxofonista negro que se ganaba la vida tocando en locales de jazz, muchos de
ellos ilegales. Eddie era un tipo alto y algo flacucho. Verdaderamente, el
conjunto que formaban sus oscuras ropas y el color de su piel sumado a lo
exhausto de sus movimientos le daban un aspecto realmente mortecino.
Me miró con desánimo e hizo un amago de saludo. Tras eso,
continuó su camino hacia su estudio, un par de plantas más arriba. Debía de
haber sido una noche muy larga para él para llegar a esas horas. Decidí no
darle más vueltas al asunto y continué bajando las escaleras. Salí del
edificio.
Tras un paseo, en el que vagabundeé deliberadamente por callejuelas olvidadas, llegué hasta la calle
de mi lugar de destino. A unos veinte metros podía vislumbrarse un local con la
entrada de madera y lleno de cristaleras, con un cartel en el que se leía
fácilmente “Café Venecia”.
Mientras caminaba por la acera, sentí una sensación extraña.
Mi instinto, esa arma infalible que desconfiaba de todo, me decía que algo
pasaba allí. Lo notaba. Alguien me observaba desde algún lugar.
Inconscientemente, aligeré levemente el paso y empujando la
puerta entré en la cafetería. El sonido tintineante de una campanita anunció mi
llegada.
El local en el que me encontraba era interesante. Destacaba
por su limpieza y su cuidada decoración, con suelos de parqué y lamparitas de
dosel amarillo colgando del techo. Mis ojos, acostumbrados a la inmundicia de
O’Mulligan, recorrieron la estancia agradados. Había gente de clase pudiente
bebiendo café y en algunos casos comiendo algo, pero sus débiles conversaciones
les hacían pasar inadvertidos.
Me acerqué a la barra y pedí un café. El camarero, un tipo
cuarentón algo calvo y con bigote, me sirvió el humeante elixir negro al
momento. Cogí mi taza y me senté en una
mesa apartada del gentío en una esquina. Una de las muchas cristaleras que
tenía el local, me permitía tener contralada a la gente que discurría por la
calzada. La sensación de que alguien me vigilaba estaba en aumento. Me fijé en
que tres tipos se acercaban al local.
¡Clin! ¡Clin!
La puerta se abrió con decisión y rigidez, haciendo sonar la
campana de nuevo. Un hombre joven, moreno y alto que iba vestido con un traje
barato sostenía la puerta de madera. Su mirada, algo amenazante recorrió cada
centímetro del local. Algo dentro de mí me dijo que no mirase a los ojos a
aquel tío. Baje la vista y me sumergí en la contemplación de mi café.
Tras otear la habitación, el gorila sujetó la puerta y se
echó hacia un lado. Al instante, otro hombre entró en el café. Zapatos
italianos de gran elegancia, un traje gris marengo que debía valer más que
todas mis posesiones juntas y un sombrero de ala estrecha, me dieron a entender
que aquel tipo era importante. Empezaba a darme mala espina todo aquello.
Un último sujeto, con el mismo aspecto de mandado que el
primero, si bien algo más corpulento, y vestido de manera similar cerró la
comitiva. No estaba del todo seguro, pero me pareció intuir la silueta de un
arma, en su costado izquierdo.
Definitivamente, aquello no me gustaba lo más mínimo.
Rogué al cielo mentalmente que mis sospechas no fueran
ciertas, y agaché levemente la cabeza. Los dos tipos con aspecto matones
trajeados fueron directo a sentarse a la barra. Disimulaban charlando entre
ellos, pero a mí no me engañaban. Estaba clarísimo que estaban controlando el
lugar.
Tras unos segundos levanté el rostro. Allí estaban. Dos
fríos ojos grisáceos miraban directamente a los míos. Eran los de aquel tipo
tan arreglado. Se había quitado el sombrero, dejando al descubierto un cuidado
pelo corto encerado y una tez de tono levemente moreno oliváceo, enmarcados en
una cara de facciones con grandes reminiscencias mediterráneas.
El hombre emprendió la marcha hacia mi mesa, mientras
esbozaba una sonrisa calculada, más intimidante que cordial. Tsi… ¿quedaba ya
alguna duda?
- ¿Señor Thompson? –
inquirió mientras tomaba asiente frente a mí.
- El mismo – fue lo primero que se me ocurrió decir. Su
malintencionada sonrisa no consiguió modificar mi semblante serio.
- ¡Fantástico! Muy puntual. Mi nombre es Giacomo Varelli y
como le dije por teléfono, tengo un encargo para usted.
Su tono era afable, pero implacable. Daba igual que
proposición me hiciese. Lo mejor sería aceptarla y escurrir el bulto de la
mejor manera posible. Al fin y al cabo, ese tío era listo; si me hubiera dicho
su nombre durante nuestra conversación no sólo le habría colgado sino que
además me habría quitado de en medio durante unas semanas.
Giacomo Varelli, era primo de Enrico Varrelli, actual jefe
de una de las cinco familias que formaban La Comisión. Extorsión, tráfico de
armas y alcohol, prostitución, asesinato… los Varelli era famosos por llevar a
cabo estas y una larga lista de actividades. Lo mejor de todo, es que desde
hacía algún tiempo actuaban con total impunidad, tras haber metido a algunos
hombres en la pasma y haber comprado a buena parte del cuerpo. Los dominios de
esta familia se extendían por todo Nueva York, con sede en la Pequeña Italia, y
en menor medida por otras ciudades de la Costa Oeste.
Tenían el absoluto beneplácito del actual “Capo di Touti di
Capi”, Leonardo Vernazza, y su negocio se estaba expandiendo rápidamente. A
diferencia de otras familias, como los Di Pietro, los Varelli no recurrían a la
mera violencia, sino que habían desarrollado métodos más sutiles y eficaces de
forma que habían ocupado otros sectores económicos sin problemas.
De hecho, no hacía falta moverse mucho por los bajos fondos
para con restaurantes, falsas inmobiliarias, casinos o locales de apuestas que
eran propiedad de los italianos. Es por ello, claro está, que el nombre de
Giacomo Varelli no pasó desapercibido para mis oídos. Al fin y al cabo, el hampón
que tenía delante era la mano derecha de su primo Enrico.
Sencillamente, me la habían jugado. Ahora tenía que seguir
adelante con este atolladero y manejar bien mis cartas ya que el asunto podía
ser peligroso.
Soy todo oídos, señor Varelli, cuénteme…
-Bueno, no me andaré con muchos rodeos, ya que hoy tengo la
agenda un poco apretada. – Esó me sonó a cortar pulgares y confeccionar zapatos
de cemento a orillas del río bajo la luz de la luna… - . Necesito que encuentre
a esta persona, es muy importante para mí.
Perfecto, aquello significa que o la encontraba o estaba
muerto. Varelli se llevó la mano al interior de la chaqueta y por un instante
pensé que me encañonaría con un arma para dejarme bien clara la importancia del
encargo.
Pero no. Sacó de uno de sus bolsillos interiores una foto y
la dejó caer sobre la mesa. Durante un segundo creí que el palpitar de mi
corazón se oiría en media manzana, pero supe controlarme. Era ella. La persona
retratada en la fotografía era la mujer que vi en O’Mulligan. ¿Era todo una
extraña broma? Imposible, aquel tipo iba en serio. Por muy diligente que estuviera
siendo, podía percibir el aura inmisericorde que destilaban sus ojos.
-Tome, quédesela – Giacomo me extendió la foto y como si de
un alijo de alcohol se tratase, la guardé instante, tras echarle un último vistazo.
No había duda; era ella. Mientras colocaba la imagen en el interior de mi
gabardina, el italoamericano prosiguió:
-Su nombre – continuó el mafioso – es Alice Dupont. Siento
no poder decirle mucho más.
Mentía. Mi instinto me lo decía. Además, ¿para qué iba a
buscar un tipo como aquel a esa chica? No debía ser una furcia cualquiera como
las rameras a las que el italiano estaría acostumbrado. Aquí debía haber algo
más. Desgraciadamente, en un impulso, me pudo la curiosidad:
- Y… dígame, señor Varelli, ¿cómo es que no ha podido
encontrarla? Quiero decir, he visto que tiene usted amigos –dije señalando con
la cabeza a sus dos matones.
-Cierto, pero si le digo la verdad, últimamente no tiempo
para nada. Ni yo, ni mis…amigos.
Su tono fue tajante; no había más que hablar. Nuestra
conversación parecía una obra de teatro, o mejor dicho, una competición para
ver quién era el mejor actor. Nuestros papeles consistían en hacernos los locos
y obviar deliberadamente lo que nuestro
interlocutor era o sabía.
Sin embargo, esta actitud me parecía impropia de un
cabecilla de la mafia. ¿Por qué no había sido más claro? ¿Por qué sus hombres,
al menos uno de ellos, no se habían sentado con él. Empezaba a pensar que
quizás el tal Giacomo estaba metido en algo de lo que ni siquiera sus chicos
debían enterarse.
No estaba seguro de esto, pero quizás podría ser una baza a
tener en cuenta en un futuro cercano. Aún así debía ir con extremo cuidado. Un
paso en falso y mis desechos decorarían el vertedero.
Vareli parecía algo ansioso. Seguramente tenía prisa por
irse. No obstante, debía sacarle más información. Encontrar a alguien en la
ciudad del vicio era complicado y más si esta persona se estaba escondiendo de
la mafia. Además, como si fuera sentimiento que estaba creciendo dentro de mí,
empezaba a creer que todo aquello no era una simple casualidad. Alice Dupont.
La Mariposa Negra. Maldita sea, ¿quería un caso? Pues lo acababa de conseguir.
-Señor Varelli, ¿podría darme alguna información de utilidad
que me pudiese ayudar a encontrar a la señorita Dupont? Ya sabe, sitios que
frecuentaba, amigos, familiares… - pregunté, esperando alguna pista que me
permitiese resolver ese rompecabezas.
-Bueno, como podrá suponer por su nombre, es de origen
francés. No le puedo decir mucho más acerca más acerca de ella.
Un repentino pensamiento cruzó mi mente. Le interrumpí sin
saber muy bien por qué:
-¿Y le suena de algo la Mariposa Negra?
Fue una pregunta estúpida. El no sabría a cuento de que
venía y probablemente sería mejor que así fuera, ya que en caso contrario yo
mismo pasaría de cazador a presa en un tiempo récord.
-Ehm… - Giacomo me miró algo desconcertado; no esperaba mi
pregunta – siento decirle que no conozco nada de eso, señor Thompson.
El hombre de ojos grises, rostro afilado y aspecto elegante
giró la cabeza un instante para fijarse en el reloj que colgaba de la pared.
- Oh, vaya, ruego que me disculpe, pero he de irme. Tengo
asuntos pendientes que atender.
Se levantó de la mesa de una manera un tanto acelerada y me
miró fijamente. Su semblante se había vuelto de nuevo duro y frío, aunque su
tono seguía en esa dinámica afable.
-Espero resultados, señor Thompson. No me decepcione.
Su dardo envenenado generó en mí un alzar de cejas. Contesté
tranquilamente:
-¿Cómo contactaré con usted para reportarle mis progresos en
la investigación?
Mi pregunta debió parecerle graciosa, porque una leve
sonrisa maliciosa se perfiló suavemente en su cetrino semblante.
-No se preocupe por eso señor Thompson. Serenos nosotros
quienes nos pongamos en contacto con usted.
Dicho esto, Varelli dio media vuelta, seguro de que me había
impresionado. Hizo un gesto con la mano y los dos tipejos que había apoyados en
la barra se retiraron. Siguiendo el mismo ritual de antes, uno de aquellos
gorilas se acercó a la entrada, abrió la puerta y la sujetó hasta que Giacomo
Varelli y el otro matón cruzaron el umbral.
No me había dado cuenta hasta ahora, pero sentí, y creo que
el resto de clientes padecieron algo similar, una extraña calma. Era obvio;
tener a mafiosos en el local no era del agrado de nadie.
Saqué la foto y estuve observándola un tiempo indefinido. A
pesar de estar en blanco y negro, se percibía perfectamente que su piel y ojos
eran claros. Me pareció que en aquella foto aparecía mucho más feliz que cuando
la vi en el local del irlandés. Sonreía débilmente dejando a relucir una
dentadura perfecta y miraba a la cámara con cierto garbo. Aún recordaba la
intensidad de sus ojos verdes… Alice Dupont…
Guardé la foto de nuevo me llevé las manos a la cabeza
agachaba ésta. Primero una desconocida me dejaba un mensaje, ahora la mafia me
encargaba buscarla. Varelli no me había hablado de honorarios, pero sabía de
sobra que la mafia, especialmente la familia de Giacomo, pagaba bien. Claro…
que era un todo o nada. Y qué diablos, mi estómago rugía, mi petaca estaba
vacía y mis facturas no se pagaban solas. En aquellos tiempos, uno debía
tragarse sus principios. Solo esperaba que todo aquello no acabase
excesivamente mal.
Decidí que debía ponerme manos a la obra cuanto antes. Debía
volver a mi despacho, revisar algunos papeles y planear cual sería mi próximo
movimiento. En cualquier caso, mi primer objetivo sería abrir el segundo cajón
de mi escritorio y acariciar mi revólver.
Probablemente, se convertiría en mi más fiel amigo durante los próximos
días.
Me levanté y salí del local a paso ligero. Sumergirme entre
la multitud, de camino a casa me aportaba cierta seguridad. Sin embargo, tras
la conversación con el hampón, me sentía vigilado. Un único pensamiento rondaba
mi cabeza realmente: la había cagado.
Maldita Mariposa Negra.
Necesitaba un trago en O’Mulligan.
Kierkeegard- Mensajes : 33
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